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Breves notas en Atenas a propósito del tiempo

Breves notas en Atenas a propósito del tiempo 1w1g5o

18/4/2025 · 10:10
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Descripción de Breves notas en Atenas a propósito del tiempo 6pz25

Audio de Fabián C. Barrio extraído de YouTube. 5p1410

Lee el podcast de Breves notas en Atenas a propósito del tiempo

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

La mayoría de los sitios arqueológicos de Atenas son templos antiguos, monumentos a dioses inmortales, creencias ya desvanecidas en el tiempo. Pero esta estructura singular, en concreto, la Torre de los Vientos, no nació de la devoción, sino de ese deseo que tenemos los seres humanos de entender el mundo. Fue construida a finales del siglo II aC, un prodigio de mármol, la primera estación meteorológica del mundo.

Aquí el hombre midió el tiempo con relojes de sol, dominó la fluidez de las horas con una clepsidra de agua y observó la danza de los vientos a través de una veleta de bronce. Tallada en el mármol pentélico, el mismo que viste el Partenón, su presencia nos recuerda que la ciencia y la belleza pueden fundirse en una sola forma, algo que hemos olvidado en nuestros días.

Su estructura octogonal no fue un capricho arquitectónico, sino un homenaje a los dioses invisibles que recorren los cielos. Cada una de sus ocho caras señala un punto cardinal y está decorada con un friso que representa los ocho dioses del viento, aquellos que los marinos temían y adoraban de igual forma.

Bóreas, el viento del norte, era el más temido en invierno, con su aliento gélido que azotaba Grecia y cubría las tierras de escarcha. Caiquias, su hermano del noreste, traía consigo lluvias y tormentas implacables, un mensajero de los cielos enfurecidos. Desde el este soplaba Eurus, un viento ambiguo y caprichoso, sin la furia de Bóreas ni la dulzura de su opuesto.

Apeliotes del sureste era el más benévolo, un viento tibio que preñaba las cosechas de abundancia. Hacia el sur dominaba Notus, el viento del verano, cuyas ráfagas húmedas predecían las tormentas del final de la estación. Su compañero del suroeste, Lips, era el aliado de los marineros, ya que con su empuje las velas se inflaban y las travesías se tornaban favorables. Céfiro, desde el oeste, era el mensajero de la primavera, un viento suave que traía consigo el despertar de la naturaleza. Y por último, Schirón, del noroeste, cuyo soplo seco y polvoriento barría la tierra, recordaba la fragilidad de los hombres ante la voluntad de los elementos.

Según estas figuras, ocho relojes de sol captaban la sombra proyectada por el astro marcando las horas con una precisión asombrosa. Aún hoy, aunque el tiempo ha desgastado sus líneas, es posible ver los rastros de aquel antiguo conocimiento. En lo alto de la torre, una veleta de bronce representaba a Tritón, el mensajero del mar, girando su brazo para indicar la dirección del viento, como si los dioses aún susurraran sus secretos a quienes supieran escuchar. En su interior, una clepsidra regulaba el tiempo con agua que descendía desde un pozo oculto en la Acrópolis. Y eso permitía que la medición continuara incluso en las noches sin luna o en los días encapotados. Con el paso de los siglos, esta torre cambió de rostro.

Durante el cristianismo temprano se convirtió, obviamente, en iglesia y sus alrededores acogieron un cementerio. Más tarde, en la época otomana, los derviches jiróvagos encontraron aquí su santuario, un espacio sagrado donde giraban en trance buscando lo divino en la espiral de su danza. Pero tras la independencia griega, la torre quedó en el olvido, enterrada en siglos de escombros y tierra acumulada hasta que las restauraciones del siglo XIX la resucitaron.

Hoy, restaurada y en pie, la torre de los vientos sigue desafiando el paso del tiempo en el corazón del antiguo Atenas, entre los barrios de Plaka y Monastiraki. Su mármol sigue atrapando la luz, sus frisos siguen contando la historia de los vientos y su estructura sigue recordándonos que la búsqueda del conocimiento es tan antigua como el propio deseo de medir los cielos.

El tiempo es el único Dios al que todos servimos, lo sepamos o no, seamos ateos o creyentes.

No pide tributo porque se cobra la vida misma. No da tregua porque su único mandato es avanzar y sin embargo la humanidad ha construido civilizaciones enteras con la esperanza de domesticarlo.

Medimos los días con calendarios, los minutos con relojes, las eras con teorías científicas.

Inventamos la juventud eterna, la productividad eficiente, el aprovechar cada segundo como si pudiéramos realmente atraparlo en nuestras manos.

La transitoriedad de la vida ha sido una obsesión ineludible para todas las civilizaciones.

Cada una ha encontrado su forma de mirar a la muerte a los ojos, de darle un sentido, de disfrutar de su vida.

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